Me encanta el café. En taza grande, con espuma y miel, de esos de los días sin prisas.
Pero cuando el café es una excusa sabe mucho mejor. Y así lo hacíamos él y yo, sentados con nuestra excusa humeando entre las manos, en cualquier cafetería de esta ciudad, distintas tardes y a distintas horas. Y juro que esas tardes yo no tocaba un solo cigarro, estaba ocupadísima hablándole.
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